SANTIAGO PAZOS
En palabras de Eduardo Chamorro, James Joyce descubrió que hay tantas verdades como mentiras, y que unas y otras coinciden en un punto situado -nadie sabe dónde- más allá de la verdad y de la mentira, y más allá, también, quizá, de la vida y de la muerte.
De Joyce habla mucho y mal el profesor novecentista y personaje central, junto al alumno con ambiciones de escritor hiperrealista, de “El chico de la última fila”, obra de Juan Mayorga que, bajo la dirección de Helena Pimenta, representaron con éxito Ur Teatro en el FIOT.
A su personaje no, pero a Mayorga sí parece gustarle Joyce. De hecho, creo yo que su chico tiene el mismo carácter que el protagonista de “Retrato del artista adolescente” (recomiendo su lectura). E incluso, se me antoja que el hilo argumental de “El chico…” comparte esa filosofía sobre la verdad y la mentira que cito arriba.
No tengo ninguna duda de que Chejov y Joyce, Velázquez y Paul Klee, la escultura clásica y el arte conceptual, Mozart y las notas de piano (new age) de Wim Maertens (que suenan de fondo por momentos), son tan verdad como verdad es el teatro que disfrutamos con Ur.
Es teatro de verdad porque un buen autor como Juan Mayorga sabe contarnos una interesante historia (con desarrollo, nudo y desenlace), en la que seis personajes de compleja personalidad nos descubren, poco a poco, sus referencias culturales y su ambición y status social. Seis personajes que, finalmente, se enfrentan en solitario a su propia realidad desnuda mientras defienden con ahínco sus diferencias. Una historia bien construida sobre las relaciones transversales de unos acomodados individuos que ven cómo su aburrida vida se altera ante la influencia alborotada de un joven que quiere ser lo que aún no sabe que puede ser, un artista o un mediocre.
Es teatro de verdad porque su directora, Helena Pimenta, es capaz de colocar sobre un escenario a seis actores que, sin pisarse ni estorbarse, desarrollan ensimismados sus solitarias actividades sin romper ni descomponer ese todo común que les une, en una única escena. Y lo consigue sin que el espectador se encuentre perdido en ningún momento. Sin ningún tipo de artilugio amanerado nos muestra lo real, y lo onírico, de una forma tan sencilla que no nos cuesta ningún esfuerzo comprender y asimilar lo que estamos viendo y oyendo.
Es teatro de verdad porque cuando un buen actor como Ramón Barea borda su papel, los demás, aún con algunos defectos, se crecen. Son actores que se mueven sobre el escenario con la soltura y la naturalidad que lo hacen en su vida cotidiana, que conocen su papel y lo lucen como una segunda piel, y que saben decirlo sin ningún tipo de extravagancia.
Es teatro de verdad porque la escenografía deja de ser una camisa de fuerza, como suele pasar con demasiada frecuencia, para convertirse en un aliado necesario al servicio de la interpretación. Y porque la magnífica iluminación nos va indicando, con delicadeza, el lugar al que debemos prestar atención sin necesidad de ocultarnos esos otros espacios secundarios en los que se mantiene una actividad que discurre autónoma, sin convertirse en un inconveniente, con su propio ritmo.
En definitiva, es teatro de verdad porque, acordando que no existe final que a todos guste, cuando la materia prima es de calidad, y los profesionales tienen solvencia, el producto convence. Así pasó en Carballo, donde todas las expectativas se convirtieron en certezas.
Y como no sólo de pan vive el hombre, aparte de ese teatro de verdad existen “otras ocurrencias” a las que pertenecen espectáculos como “For sale”. Ocurrencias más o menos simpáticas que divierten o aburren al público, como hicieron Sexpeare en Carballo y que, con todos los respetos y parabienes, no merecen más atención que la que prestamos a ese paquete efímero de palomitas que consumimos mientras los vemos. Un relajante mental y muscular sobre el que no tengo nada en contra, ni a favor tampoco.
Lo importante es saber discernir entre lo que es, y lo que no es, por si en algún momento nos atrevemos a comparar. Cosa que no haremos en esta ocasión porque los que asistimos a las dos representaciones sabemos, incluso desde pareceres encontrados, lo que vimos.